viernes, 4 de enero de 2008

Miserables fiestas

Odio los regalos de Navidad (o de Reyes, o de lo que sea). Odio verme obligado por una abrumadora presión social y familiar a hacer regalos a nadie (salvo a extrañas e incomprensibles excepciones), y odio hacer esos regalos. Me resulta muy desagradable y no quiero hacerlo. El esfuerzo mental a la hora de elegir un regalo para una persona cuyos gustos apenas puedo imaginar y el desgaste físico que implica ir a comprarlo en estas fechas tan agobiantes es insoportable. Gastar un dinero que no me sobra (y que, aunque no me falte, no me siento en el derecho de usar libremente, porque no creo haberlo merecido) me resulta especialmente doloroso y obsceno cuando es para alguien cuya satisfacción, alegría o felicidad al recibir lo que yo le pueda regalar no significan nada para mí. Quizás suene muy mal, pero no quiero comprarle nada a mis abuelas ni a mi abuelo, ni a mi padre ni a mi madre ni a mis hermanos, ni a nadie de mi familia ni a casi nadie de mis amigos. Y no siento que les odie, ni siquiera creo que me produzcan indiferencia. O muy equivocado estoy, o les quiero, aunque sea de una forma compleja o confusa. ¡Pero no quiero comprarles nada! No quiero gastarme ni un sólo duro en comprarles un regalo, muy especialmente cuando mi entorno me grita que debo hacerlo. Y... ¡Por supuesto que me gustan los regalos! Me encantan, sobre todo cuando son muy acertados e improbables de obtener por mis propios medios (por caros, por difíciles de encontrar, por incómodos de comprar), pero dejar de recibirlos sería un precio muy pequeño a cambio de no tener que hacerlos.

Pero no os asustéis: no todo es tejido ingrato y egoísta en mi corazón. Acabe haciéndolo o no, sí que me siento llamado a ayudar (de la forma que sea, con mi esfuerzo o con un dinero que me haya ganado con el mismo) a mi tía abuela Clarisa, que está atada a la cama de su marido porque éste, senil y enfermo, no puede quedarse solo ni un instante ni puede hacer apenas nada por su cuenta. También me siento llamado a hacer compañía a mi abuela Amparo, muy apenada tras la muerte de mi abuelo; o a escuchar a mi abuelo Antonio, sutilmente ignorado por sus hijos e hijas a causa de su carácter cerrado y su sordera; o a atender a mi abuela Nati, tan callada... O a intentar entender a mi padre, del que me aleja la desconfianza que me ha inculcado mi madre y su propia ambigüedad y aislamiento; o a intentar entender a mi madre, con quien tengo violentísimas y dolorosas discusiones... Mucha gente necesita regalos de este tipo, cosas insustituibles que no tienen precio alguno en moneda corriente y que no son equiparables a ningún objeto que podamos comprar (o incluso hacer con nuestras entrañables pero limitadas manos). Porque no son algo material.

Quizás debería preocuparme por no querer comprarle nada a nadie y porque no me importe en absoluto que ellos puedan querer que les compre algo, pero me siento totalmente inocente. Inocente y muy harto, sobre todo, de que la inmensa mayoría de la gente opine, no ya que deba hacer regalos (punto que algunos discuten), sino que debo querer hacerlos. Creo que lo que más me molesta es... ¡AAARGH! ¡Mirad por todas partes! ¡COSAS, cosas y más cosas! ¡Por todas partes! El hecho de que el consumismo haya invadido hasta el más mínimo resquicio de nuestras vidas durante estás fechas (realidad que muchos asumen y lamentan, pero que sólo a algunos irrita de verdad) no es ninguna novedad, pero siempre me pone furioso... ¡El interés por los objetos materiales, por la posesión, que resta importancia a las experiencias, el saber y los sentimientos, me parece de lo más absurdo, demente y dañino de la naturaleza humana! ¡Insoportablemente enfermizo! Y la Navidad... ¡Es la fiesta del consumo! ¡La orgía de las Compras! Otros argüirán que lo que da sentido a estas fechas es la familia, o las buenas acciones, pero yo me río de ellos: a mi familia (la que me importa de verdad: padres, hermanos y abuelos) la veo o la puedo ver cuando quiera, porque viven, casi todos, en mi propia ciudad. Tengo más familiares a los que quiero también, pero en mucha menor medida, y aún a estos también les veo o les puedo ver con cierta frecuencia. Pero la parte de mi familia a la que más quiero es pequeña y nunca se aleja demasiado de mí: la mía no es una gran familia unida, ni hay ningún pariente que esté haciendo la mili o que haya hecho las Américas y que venga de visita por Navidad (cosas viejunas).

En eso, estas fechas no son diferentes para mí al resto del año, pero es por circunstancias personales que entiendo que a otros no atañan. Pero, lo de que esta sea la época de las buenas acciones o los buenos sentimientos... ¡JA! ¡¡Y una mieeerda como una rosca de reyes!! ¿Cómo se puede decir que esta época destaca por las buenas acciones y pasear por un Cortinglés buscando el reloj que más le guste a la madre que nos parió, mientras a las puertas del Templo del Consumo (o tal vez ahí no, que no luce) algún viejo borracho se muere de frío? ¿Cómo podemos estar de cotillón con amiguitas y amigotes mientras alguna madre, en algún lugar, no tiene nada que darle de comer a su hijo, y decir que "la Navidad es una época de bondad"? A los que sufren por nuestra indiferencia esta oleada de bondad invernal debe de darles un poco de risa. Por supuesto, todos tranquilizaremos nuestras conciencias pensando 1) que ellos se lo han buscado, 2) o que ya votamos al partido correcto (el que acabará con el hambre en el mundo... un día de estos), 3) o que nuestra limosna a la salida de la iglesia habrá alegrado la vida a algún afortunado, o, incluso, 4) que nuestra colaboración navideña con la ONG "X sin fronteras" es más que suficiente... Todo ello reflejo de la miserable verdad: que en Navidad todos somos el mismo montón de mierda (unos más que otros, todos con irrisorias variaciones estacionales) que durante el resto del año. Y yo el primero, si me lo permitís. Una cosa más: si somos mejores sólo porque estamos en estas fiestas... Entonces sí que es para ponerse a llorar.

Por supuesto, habrá gente a la que todo esto se la traiga al pairo (vamos, que se la sude) y que piense (legítimamente) que las Navidades son la época de los cotillones, las cenas pantagruélicas, los regalos, las reuniones de familia y la exaltación de la amistad. Ellos, pobres sufridores, creen haberse ganado el estilo de vida que llevan sólo con el sudor de su frente (como si un trabajador de Bangladesh trabajara menos que ellos). Pues que disfruten las fiestas. Chin, chin. Brindo por ellos.

Existe otro tipo de especimen navideño: el que piensa que ya hace tanto o más de lo que debería para intentar que la Navidad (y el mundo en general) sea feliz para todos. Los que tengan la conciencia limpia (suertudos), que disfruten de este mundo tan perfecto que están contribuyendo a crear. El hecho de que haya mucha gente en todo el planeta tan ignorante que no sea capaz de ver que hay más cosas hermosas que miserias no debería empañar la alegría que estos santos samaritanos tanto se merecen.

En último lugar, los que nos sintamos como la mierda de siempre y creamos que hay poco, muy poco o "ns/nc" que celebrar, tenemos dos alternativas realistas: una, seguir con nuestras vidas anodinas; otra, sumarnos a la fiesta; en ambos casos, recordando beber lo suficiente para olvidar (qué irónico) toda la cruel hipocresía de la euforía navideña. Evidentemente, y todos lo sabemos, la tercera alternativa, la opción de intentar arreglar las cosas, no es más que otro ingenuo propósito de Año Nuevo.

Que la sucia y pocha realidad no nos impida ver brillar nuestra la Hermosa Realidad.¡A olvidar y a disfrutar, amigos!